“Si estas escuelas tienen valor porque van a formar la mano de obra capacitada que necesita el futuro de nuestro país; si van a formar a los obreros que crearán la riqueza material de la Nación, eso, como provecho, es insignificante al lado del valor que yo les asigno, porque van a dignificar el trabajo, y van a formar trabajadores dignos y celosos de su dignidad, para que en esta tierra no pueda jamás repetirse el panorama que hemos conocido nosotros, donde los hombres que todos los días todo lo sacrificaban eran tratados como hombres de una clase inferior. Para los argentinos del futuro no debe haber más que una sola clase, la clase de los que trabajan. Esa es la única clase que debe haber en nuestro país”.
El 10 de junio de 1950, el Presidente de la Nación, general Juan D. Perón, inauguraba dos escuelas-fábrica en la localidad de Florida. En la ocasión, pronunció las siguientes palabras:
¡Cuántas veces he oído preguntar a hombres que se dicen a sí mismos inteligentes, o de quienes sus amigos dicen que son inteligentes, que son hombres de bien, el porqué de la natural división de clases y la lucha enconada entre los que poseen todo y los que no poseen nada! ¡Cuántas veces he oído criticar acerbamente a la clase trabajadora, porque durante tantos años ha venido luchando en todos los campos para alcanzar un ideal al que todos los hombres tienen derecho!
Frente a esa incomprensión de los hombres que se dicen a sí mismos inteligentes, frente a esa incomprensión de ese núcleo de intelectuales ignorantes que existen en todas partes, he reflexionado sobre la verdadera causa y la verdadera justicia que anima en el reclamo de tales reivindicaciones. Y recuerdo que entre las primeras causas que yo mismo encontré para justificar ese fenómeno sociológico –que como todos los demás fenómenos, si se producen, tienen una causa que no se puede negar, ni aun cuando se llame a sí mismo \»intelectual\»– la hallé en la comparación entre mi niñez y la niñez de otros pobres que casi carecieron de ella, porque a los siete u ocho años ingresaban ya a un taller para ser explotados y tratados con indignidad.
Así como nosotros, los viejos, llegamos recordando quizá una injusticia que se cometió con nosotros cuando teníamos siete u ocho años –porque esas injusticias son las que no se olvidan jamás–, así, señores, viendo a esos hombres que fueron injustamente tratados desde la niñez, comprendemos cómo, al llegar a la edad madura, no van a ser resentidos, cómo no van a estar doloridos con los hombres y con la vida que los trató tan dura e injustamente.
Señores: La historia de todos nuestros trabajadores es la misma. Todos aprendieron en el dolor del taller, en el trato injusto y grosero desde, quizá, los mismos trabajadores que tuvieron que enseñarles, porque ellos ya eran maestros u oficiales, hasta el patrón que los explotó, porque no les pagaron o los utilizaron como estropajo durante varios años, hasta que la edad los obligó a que les pagasen un pequeño jornal.
¿Diríamos eso con respecto a la niñez nuestra? Nosotros entramos a los institutos del Estado porque podíamos quizá pagar algunos pesos, o el Estado nos instruyó gratis, dándonos cierto grado de cultura, gratuitamente. Nos llevó adelante. Mediante esa cultura adquirida por el esfuerzo del Estado, que vale decir por el esfuerzo del pueblo, alcanzamos autoridad, dirección. Comenzamos a mandar y a dirigir.
¿Cómo podría, señores, decir que por ese solo hecho hay una razón que explique justicieramente esa diferencia? Nosotros, los que hemos tenido la fortuna de poder estudiar y perfeccionarnos, al llegar a esta altura de la vida y tenemos conciencia, justicia y vergüenza, debemos hacemos perdonar por nuestras obras y por haber sido diferencialmente tratados durante la niñez.
En cambio, señores, a menudo vemos que, cuanto más alto es el dignatario, mayor es su petulancia y su falta de comprensión, mayor su falta de modestia.
Señores: Yo no sé si habré llevado siempre con una altivez exagerada mis antorchados de general con los que me ha honrado la República; yo no sé si habré desempeñado este cargo de presidente de la República con el empaque a que estábamos acostumbrados; pero sí sé, señores, que todos los días me pregunto si soy lo suficientemente humilde como para sobrellevar la carga de la alta investidura a que he llegado frente al pueblo.
Señores: Pensando en estas cosas, reflexionando sobre estos hechos, es que concebimos la necesidad de crear las escuelas-fábrica de orientación profesional y aprendizaje.
Pensábamos que, existiendo para todas las profesiones liberales, para los hijos de los hombres que pueden costearles una carrera, los institutos necesarios que los habiliten para ganarse la vida, para hacerse rico en muchas ocasiones, ¿cómo era posible que no existiera una miserable escuela para que se formara el operario que ha de vivir pobremente de su oficio durante toda su vida? ¿Pero es que ese hombre, nos preguntábamos, no tenía derecho a que, cuando era chico, alguien se acordara de él, que lo tolerara, que lo ayudara, que lo elevara a la altura de los demás? ¿Podía existir una injusticia más terrible que esa, en la sociedad moderna?
Así es como concebimos la escuela-fábrica, diciendo que, si nosotros teníamos derecho a llegar a adquirir una profesión, ¿cómo no habrían de tener derecho los pobres hijos de los obreros a tener escuelas donde se les enseñara y capacitara manualmente para que ganasen el sustento, y donde se les enseñara también que ellos son hombres dignos como lo somos todos los demás? Porque la dignidad, señores, no tiene gradaciones. La dignidad no tiene alcurnias; la dignidad es la misma en el poderoso y en el rico que en el pobre y en el desgraciado.
¿No hemos dicho que la grandeza del país se manifiesta por su trabajo? Luego, debemos dignificar al trabajo. ¿Y cómo podríamos dignificar al trabajo sin dignificar al trabajador, que es el que los ejecuta?
Por eso, señores, me he emocionado profundamente al pasar al lado de un torno, donde veía a un chico trabajando y aprendiendo su oficio, porque con ese hecho está dignificando al trabajo y se está dignificando él como trabajador.
Nosotros no tendremos jamás un pueblo grande ni una Patria fuerte, mientras no esté constituido por la totalidad de los millones de hombres dignos. Sin dignidad, los pueblos no llegan a ninguna parte, ni las naciones pueden sobreponerse a su propio esfuerzo.
Si estas escuelas tienen valor porque van a formar la mano de obra capacitada que necesita el futuro de nuestro país; si van a formar a los obreros que crearán la riqueza material de la Nación, eso, como provecho, es insignificante al lado del valor que yo les asigno, porque van a dignificar el trabajo, y van a formar trabajadores dignos y celosos de su dignidad, para que en esta tierra no pueda jamás repetirse el panorama que hemos conocido nosotros, donde los hombres que todos los días todo lo sacrificaban eran tratados como hombres de una clase inferior. Para los argentinos del futuro no debe haber más que una sola clase, la clase de los que trabajan. Esa es la única clase que debe haber en nuestro país.
Por eso, la inauguración de estas escuelas-fábrica, a la que he querido venir personalmente, me produce la satisfacción de ver realizado ese sueño, que es todo espíritu. No buscábamos con esto riquezas ni poderes materiales para la clase trabajadora. Buscábamos, más que nada, modificar un triste panorama de vergüenza que seguía y tardaba mucho en desaparecer de nuestra tierra. Ese sueño que hace cinco años comenzó con un estudio, lo estoy viendo realizado en estos doscientos establecimientos, que pido a Dios que sean pronto miles de establecimientos, miles de escuelas, para formar, primero, hombres, hombres dignos y capaces, y después operarios manualmente capacitados para la industria y para la producción de nuestro país.
Por esa realización, señores, es que yo quiero agradecer al señor ministro Castro, que es el hombre que ha puesto en marcha la realización de ese sueño. Quiero agradecerle y felicitarlo porque la existencia de esa obra y su desarrollo se debe a su acción tesonera y decidida, y también a la acción de todo el personal que lo secunda en la dirección y en la enseñanza. A esos hombres, mucho de ellos modestos trabajadores, que poseyendo un oficio manual lo transmiten con honradez y con camaradería a los muchachos que constituirán las futuras generaciones de argentinos, que honrarán al trabajo y a la Patria, a ellos, como así también a la dirección y a los profesores, mi profundo agradecimiento porque están interpretando y formando generaciones de argentinos como las que nosotros soñamos para hacer libre y grande a nuestra Patria.
A esos muchachos que se forman en estas escuelas, mi abrazo cariñoso de compatriota y de hermano; que sigan trabajando, que dediquen sus tareas a eso, a ennoblecer el trabajo, que es lo más grande que el hombre puede realizar en su vida, porque ennobleciendo al trabajo es como se ennoblece a la Patria.
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