La grandeza de un pueblo, derivada del bienestar de sus habitantes, se halla influida por diversos factores. Posiblemente sean la laboriosidad y la honradez los principales, pero también depende mucho de las riquezas naturales que el territorio nacional encierre y del acierto y habilidad en su explotación. Un país rico con una población indolente corre el riesgo de que sus riquezas naturales se pierdan o, lo que es más grave, vayan a aumentar la potencia económica de otros países. Si esto ocurre, se produce la peligrosa situación de caer en servidumbre y de que la independencia política no vaya acompañada de la independencia económica.
Es este un punto al que me he referido con alguna frecuencia por la gran preocupación que he puesto en el curso de mi vida en relación con la Argentina. A fuer de sinceros, debemos confesar, que en nuestra Patria se venía produciendo la situación comentada. Nuestro suelo abunda en toda clase de bienes materiales. Sus condiciones agrícolas son insuperables; su sistema hidrográfico es capaz de crear insospechadas cantidades de riego y de energía; el subsuelo encierra tesoros minerales que algún día, cuando sean bien conocidos y bien aprovechados, se podrán definir como fabulosos. Y por si todo ello fuese poco, contamos con una de las riquezas más codiciadas y más necesarias en los tiempos modernos: el petróleo.
Sin embargo, es fuerza reconocer que hasta el presente no hemos sabido disfrutar de todos esos beneficios y que por sobre ser tributarios de otros países, no ya en productos elaborados, sino en materias primas que poseemos en abundancia, hemos dejado que nuestra economía haya sido rígida y aprovechada desde afuera. Más aún: siendo ésa la realidad, debo también declarar que, a mi juicio, a esa situación no se ha llegado ni por culpa ni por defectos imputables a la masa popular. Muy por el contrario, ella contiene un material humano de primera calidad, porque el término medio del argentino es inteligente, laborioso, sufrido y hábil en las manualidades. Prueba de ello se encuentra en el hecho de que cuando se ha querido variar el rumbo y dar un fuerte impulso a nuestra economía, no nos ha fallado el elemento humano ni en el aspecto dirigente ni en el aspecto ejecutor. Tenemos, entonces, que reconocer que la culpa de aquella situación era de las clases rectoras. En cuanto a los capitalistas, porque en el campo encontraban medios fáciles de acrecentar sin esfuerzo sus fortunas, dando a sus actividades un sentido absolutamente unilateral y primario. Y en cuanto a los gobernantes, porque preocupados por sus luchas de bandería y por las ansias de caudillaje, no tuvieron las inquietudes de los políticos de otros países, más preocupados que los nuestros por alcanzar un ideal presente y futuro de bienestar de las clases humildes y de engrandecimiento nacional. Es esa la gran culpa que les cabe ante la historia. Y conste bien que al decir lo que antecede hago una apreciación de carácter genérico, pues examinado el asunto desde un punto de vista individual sería torpe, y sobre torpe falso, desconocer la existencia de algunos grandes estadistas a lo largo de los años de nuestra independencia. Desgraciadamente, constituyendo nuestros próceres casos aislados, su actuación de gobernantes ha pesado poco en la vida nacional y prácticamente su labor se ha perdido ante la malicia, la torpeza o la incomprensión de quienes, compartiendo con ellos las responsabilidades del poder, no estaban a su nivel. Es grande Sáenz Peña con su ley electoral, pero ella no impidió el fraude organizado desde las alturas. Como éste se podrían multiplicar los ejemplos.
Desde que me hice cargo de la Primera Magistratura del Estado vengo luchando por modificar esa situación anormal y no sólo en el sentido de incrementar nuestra economía mediante el desarrollo de la industria, de los transportes y de la explotación de las riquezas naturales, sino también procurando nacionalizar nuestra producción y nuestros medios de trabajo, rescatándolos de manos foráneas y de monopolios internacionales, lo que no es incompatible con el respeto y aun el aliento a cuantas personas de otras nacionalidades quieran venir a fundir su esfuerzo y su dinero con los nuestros.
No peco de jactancioso si digo que en ambos terrenos he avanzado considerablemente y que, en cuanto se refiere a la nacionalización de las empresas de servicios públicos, la casi totalidad del camino ha sido ya recorrido. Afirmo que no daré ni un paso atrás y sí los que falten hacia adelante. La independencia económica proclamada en Tucumán este año, como complemento de la independencia política, no es ninguna utopía, pese a las sonrisas de quienes tienen al mismo nivel su malicia y su falta de patriotismo.
Que mi preocupación no es de ahora y se manifiesta públicamente desde que asumí la Presidencia de la Nación se acredita con la lectura de muchos de mis discursos y con el Plan de Gobierno que di a conocer a los cuatro meses de hacerme cargo del Poder Ejecutivo. Allí señalé mi aspiración de que los beneficios del Plan alcanzasen a todos los argentinos y que la explotación de la riqueza comprendiese a nuestros tres millones de kilómetros cuadrados en lugar de la parte que se explota en la actualidad; y manifesté concretamente que había que ir pensando en la necesidad de organizar nuestra riqueza para evitar que continúe yendo a parar a manos de cuatro monopolios, mientras los argentinos no han podido disfrutar siquiera de un mínimo de tal riqueza. Esa organización -sostuve- ha de estar a cargo del Estado, sin que nos deba preocupar demasiado la imputación de que nuestra economía esté dirigida, ya que en ninguna parte es libre, y la diferencia consiste, verdaderamente, en que la oriente el Estado para repartir la riqueza entre todos sus habitantes o que la dirijan y absorban los oligopolios económicos para ir engrosando en el extranjero sus inmensos capitales.
En este proceso de industrialización y de explotación de las materias primas contenidas en nuestras riquezas naturales he creído siempre que una de sus bases esenciales estaba representada por el mayor y mejor aprovechamiento de todas las fuentes de energía motriz, indispensables para nuestro desarrollo económico y para nuestro bienestar social. De ello hube de dolerme ante los señores legisladores nacionales en mi discurso de presentación del Plan de Gobierno, señalando que un balance de las necesidades y recursos nacionales causaría el pronunciado desequilibrio actual en materia de energía, cuya consecuencia directa es la ya crónica dependencia del exterior en orden al aprovisionamiento de combustibles industriales, tanto más sensible cuanto que esa dependencia contrasta con la ponderable riqueza potencial de nuestro patrimonio energético, todo lo cual nos marcaba el camino a seguir y definía la única política que cabría adoptar. El ritmo de nuestro progreso económico y el avance hacia la deseada autonomía energética se encuentran supeditados a las posibilidades de brindar los recursos nacionales aún inexplorados, cuyo racional aprovechamiento exige no malgastar las fuentes perecederas de energía y propulsar, en cambio, la utilización de la potencia de nuestros ríos.
Considero que aquellas palabras encierran un gran sentido en orden al problema petrolífero, que es el que motiva mis palabras en este día. Porque de una parte tenemos necesidad de extender nuestra industria y nuestra producción, lo que supone un mayor consumo de energías, y, por otra, tenemos que librarnos en la mayor medida posible de la dependencia exterior en el aprovisionamiento de combustibles. Para conseguirlo existen dos caminos: es uno aumentar la explotación de todas nuestras fuentes de energía y es otro ahorrar la procedente de fuentes perecederas mediante una mayor amplitud en el uso de las imperecederas.
En el caso del petróleo, la cuestión se advierte claramente. Si en las circunstancias actuales necesitamos una cantidad fijada en ciento y sólo producimos cuarenta, debiendo importar el sesenta restante, deberemos poner fin a esa situación aumentando nuestra producción hasta donde sea posible, pero también usando otros elementos nacionales productores de energía, principalmente la fuerza hidráulica. Si con ella disminuimos, por sustitución, el consumo de petróleo, habremos aminorado el número índice de nuestras necesidades y será cada vez menor la diferencia entre nuestra producción petrolífera y nuestras exigencias consumidoras. A ello se encaminan las previsiones contenidas en la obra que estamos realizando y que ha de tener dentro de poco un magnífico exponente en la disminución del consumo de combustibles sólidos merced al aprovechamiento del gas desprendido de las explotaciones petrolíferas, que hasta el presente quedaba torpemente perdido. También debo señalar el impulso que se está dando a la explotación carbonífera de Río Turbio, que ha de contribuir en gran medida y en forma rápida a la solución del problema del combustible.
El problema de la energía, tan vinculado al del petróleo, es, pues, como se ve, un problema de coordinación. Ya lo dije también en su oportunidad al señalar que planear en materia de energía es algo más que proyectar un programa de obras y construcciones. La falta de visión de conjunto ha llevado en otras épocas a realizar obras técnicamente irreprochables que no han llenado ninguna finalidad práctica, porque el agua y la energía en ellas acumulada no han contemplado ni las necesidades ni las posibilidades de cada región. En medio de la abundancia de nuestra naturaleza pródiga, y a causa de ella, el problema de la energía no fue ni tenido en cuenta, ni siquiera advertido, hasta que la realización de las importaciones de combustible impuestas por la guerra las presentó con dramático relieve.
Ya dije también que no nos interesaba dilucidar las causas de la comprensión o indiferencia de los gobiernos responsables de aquella ecuación, porque Jo que nos preocupaba, en cambio, era encarar decisiva y aceleradamente la tarea, más constructiva, de administrar el patrimonio energético de la Nación con la doble finalidad de salvaguardar sus recursos y de subsanar sus deficiencias.
Como resumen de aquella situación y de ese cúmulo de torpezas, debo consignar, para poner fin a mis palabras, que en cuarenta años de explotación petrolífera el Estado no ha logrado extraer más que el cuarenta por ciento del petróleo que se necesita para abastecer las necesidades normales del país. No entro a averiguar las causas que han motivado esta extraordinaria lentitud en explotar las riquezas de nuestro suelo, pero afirmo que estoy decidido a modificar radicalmente la tradición del Estado en punto al disfrute de las riquezas naturales. En vez de aguardar sesenta años para alcanzar la explotación suficiente, es nuestro deber hacer todo lo posible para acortar ese largo período.
La política petrolera argentina ha de basarse en los mismos principios en que descansa toda la política económica: conservación absoluta de la soberanía argentina sobre las riquezas de nuestro subsuelo y explotación racional y científica por parte del Estado, advirtiendo que cuando el Estado rescata la dirección inmediata y directa de los bienes que la Nación posee, no debe ya despojarse del privilegio de seguir administrándolos sin compartir funciones con otros intereses que no sean los que corresponden a todos los argentinos.